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Un Recuento de la Triste Defunción del Club de Libros de Body Horror

(traducido por David Bowles)

Cuando las paredes son delgadas, cada vecino es un criminal y un asesino. Las sirenas de policía aúllan todas las noches, entre las doce y las tres de la mañana. Esta cacofonía nocturna genera especulaciones. ¿A quién le irán a robar ahora? ¿A quién lo irán a matar?

Cada noche, te preguntas si serás tú.

Esta noche será lo mismo. Esta noche será diferente. En el piso de arriba, el típico alboroto de música tecno después de la medianoche que apenas cubre el ensordecido taladreo que estás bastante segura va en contra del código de conducta del consejo de administración. Ya caíste en la cuenta de que un contratista vive arriba.

Una noche, tus sueños de playas lejanas se interrumpen por unos gritos. Fuertes. Distintos. Las puertas se abren de golpe, venciendo las bisagras. Llamas a seguridad. Silencio. Por semanas. Meses. Luego te llegan pisadas solitarias, que resuenan en la inmensidad cavernosa de un apartamento imaginado en el piso de arriba. Esos pies parecen seguir tus propios pasos. Es sólo tu imaginación, te dices a ti misma.

Pero esta noche tus oídos son testigos de un pum, pum, pum. El ruido siniestro de arrastre, y el ritmo de clavos que caen continuamente como si un carpintero estuviera llevando a cabo un ritual demoníaco. Tus oídos capturan la evidencia de una lucha, registran las desesperadas pisadas de pies que corren sobre un parqué. Una ventana se abre y un grito se lanza a una nebulosa noche de Puchong antes de que ser amortiguado.

El goteo comienza. Justo encima de tu cabeza. Ploc. Ploc. Ploc.

Suena demasiado espeso para ser agua. El registro de ese goteo es rojo, una vibración que se espesa en negro ya que cada gota de líquido que hace impacto en el parqué se vuelve más densa y más gelatinosa que la que le precede. Te imaginas que es sangre, se cuartea lentamente, se coagula, cambia de color a medida que cae de un cadáver desplomado sobre una silla.

¿Será una simple fuga? ¿No será que tu mente, siempre fértil, brinda exageradas explicaciones para detalles sensoriales tan limitados?

Tal vez sea una especie de juego sexual alocado y completamente consensual. Tal vez los goteos provienen de algún tipo de afrodisíaco. No tiene que ser sangre. No podría ser un asesinato. Por favor que no sea un asesinato.

Estás congelada por la duda y el miedo en el medio de la noche. En medio de tu cama. El efecto espectador, se llama. La suposición de que alguien u otro dará el salto para salvar a quien esté en peligro. Si aún no ha muerto por la pérdida de sangre, por el constante goteo de la herida en su cuello casi degollado.

A solas debajo de ese apartamento, te preguntas cuándo te tocará a ti.

Todas las noches, las sirenas aúllan y las patrullas ingresan al complejo de condominios. Nunca estás segura de para quién han venido. Te preguntas cuándo vendrán por el apartamento que se extiende justo encima de ti.

Por la mañana miras hacia arriba mientras caminas por el pasillo hacia el ascensor. El balcón cercado del otro apartamento está en orden. Limpio. Las rejillas son impecables, no polvorientas y mohosas como las tuyas. Unos trapos de limpieza están tendidos en el barandal. Justo adentro, alcanzas a ver un trapeador y una escoba, con el cepillo hacia arriba, apoyados en una pared recién pintada. La luz del baño está encendida. Todo parece tan normal, cual escena del crimen recién desocupada.

Cuando te mudaste por primera vez a este apartamento, el ruido de la habitación arriba de la tuya te helaba de miedo. Música industrial ruidosa, la cacofonía del taladreo. De vez en cuando, la furia desenfrenada de una cabecera que chocaba contra la pared en movimiento rítmico. Esos sonidos carnales no eran terroríficos, simplemente molestos y ocasionalmente divertidos. Los sonidos industriales, la música alta, sin embargo, te aterrorizaban. Te hicieron preguntarte qué actos se ocultaban tras esa cortina auditiva de ritmos sincopados de batería y capas de electrónica. Esto fue antes de que los sonidos cambiaran. Como si al apartamento se hubiera mudado una familia sana. Alguna vez unos niños habían vivido allí, enloqueciéndote con cientos de rondas de “Libre soy”. El sonido de voces infantiles que entonaban esa canción se convertía en una ocurrencia nocturna. Eso era bienvenido. Lo que no era tan bienvenido: el grito incesante de una mujer sermoneando y suplicando en cantonés. También llamaste a la seguridad entonces, seguro de que la violencia doméstica se desataba cuando los estruendos y los gritos y los golpes desesperados de puertas continuaban durante la noche. No, no podría ser algo más sobrenatural, ¿o sí?

Presentaste una queja hace seis años. Hubo silencio durante meses después. Era obvio que el lugar estaba vacío. El vacío se sentía como una inmensidad por encima de tu cabeza, carente de significantes auditivos. Ese vacío se tornó aterrador también. Más tarde, el golpeteo de unos pies infantiles volvió, siguiendo el silencio cavernoso. Los pies parecían correr en círculos sobre tu cabeza, mientras que el sonido de monedas o canicas que caían desde una altura te despertaba en la madrugada. Los sonidos extraños te despiertan en la madrugada cuando no quieres ver como las sombras se juntan y se coagulan contra la pared iluminada de tu lámpara de noche, tomando la forma de un zorro gigantesco.

Hubo un período de silencio nuevamente. Por meses. Los pasos regresaron, y con ellos la caída, no de monedas o canicas. Pero de clavos. De taladreo infrecuente. De ese sonido goteante que te sigue a todas partes, incluso cuando estás en el trabajo. De las sombras vulpinas que se unen, a veces como una sola figura, a veces como una familia entera de zorros. Querías mudarte tan desesperadamente de este hogar que ahora se curva a tu alrededor con la facilidad de años cada vez que los sonidos aumentan. Como el goteo, como la caída inexplicable de pequeños objetos que rebotan con un eco metálico en el suelo. Es casi como si alguien estuviera sacando clavos o tornillos de múltiples bolsillos. Es casi como si los clavos se cayeran por diseño.

¿Qué diseño podría ser? ¿No sería volver loca a la mujer solitaria que vive abajo?

Piensas en algo que hacer para llenar el vacío entre tus cuatro paredes. Algo para distraer, para alejar la paranoia que estás segura te está haciendo inferir más de la cuenta sobre lo que está sucediendo arriba. No puedes darte el lujo de mudarte, comprar otro apartamento. ¿A dónde te irías? ¿De vuelta a tu hogar familiar en Klang? La idea es insoportable.

En cambio, decides comenzar un club de libros. Con una jovialidad macabra, eliges la novela Rascacielos, de Ballard. Pegas volantes fuera de la oficina administrativa del complejo, pidiendo que se dirijan consultas a una nueva dirección de correo electrónico. Tus criterios para las solicitudes son prudentes. Incluyes una solicitud para números NRIC de Malasia, número de unidad y bloque. Solicitas una breve biografía y sus libros predilectos. Precauciones de seguridad, explicas en tu volante. Estás segura de que las personas con una mentalidad similar lo entenderán.

Para ser aún más cuidadosa, un día pretendes salir del ascensor en el piso equivocado. En el piso encima del tuyo. Notas el número de la unidad. La parte exterior de la unidad, ese espacio entre las rejillas de color crema y la puerta principal de color crema, parece amigable. Ahí está el gabinete de madera prerrequisito para el almacenamiento de los zapatos, un tapete amigable con “Bienvenido, amigo” estampado. Las macetas están ordenadas perfectamente en la mesa. No parece ser la fachada del apartamento de un asesino en serie. Pero en tu cabeza te recuerdas a los asesinos en serie con caras inocentes y estilos de vida que desmienten las atrocidades que son capaces de cometer. Más confiada ahora que tienes el número de unidad, estás decidida a negar cualquier solicitud a su vecino potencialmente macabro, en caso de que llegue.

Siendo neurótica y pesimista, casi te sorprendes cuando llegan los primeros correos electrónicos, hablando con entusiasmo de Tom Hiddleston, de Ballard e incluso de Cronenberg. Descubres un escondite secreto de solitarios aficionados literarios ocultos entre las cinco manzanas de tu complejo de condominios. La primera reunión del club de libros te despierta una emoción similar al enamoramiento. Ustedes son siete, tímidamente reunidos en tu sala, con copias de Rascacielos, compartiendo sus libros favoritos, tanto los dignos como los ilícitos. Se ríen de la discrepancia entre las vidas que se llevan en los libros y las vidas mediocres que ustedes llevan en los suburbios de Malasia.

—No es muy difícil imaginar que esto ocurra en Kuala Lumpur —dice Jun, el ingeniero del Bloque A, que trabaja en Kajang y viaja a través del SKVE todas las mañanas. Ustedes comparten la ruta. Discuten, brevemente, la idea de compartir un coche.

—Sí, todos vivimos en comunidades cerradas como este complejo con su sistema de seguridad de cinco niveles y monitoreo de circuito cerrado, con patrullas entrando y saliendo por la noche. Pero se siente que estamos viviendo en peceras y tal vez los peces en situaciones controladas pueden volverse los unos contra los otros —dice Ranjini, un banquero que trabaja al otro lado de Puchong.

Alan, el programador, que está mirando fijamente a su pecera, habla con leve irritación.

—Depende del pez. No estoy de acuerdo con Ballard: la mayoría de la gente está condicionada para ayudarse mutuamente en momentos de necesidad, no para enfrentarse entre sí.

—Me gustaría —dices— creer eso, Alan, porque estoy tan consternada por la desintegración de la sociedad en Rascacielos: la rapidez con que se intensifica, lo creíble que es. Con la alta densidad de este complejo de condominios, con tantos extranjeros potencialmente indocumentados, sería tan fácil para nosotros desaparecer, a pesar de las cámaras de circuito cerrado.

—Pero no estamos en el Reino Unido, y creo que somos más civilizados en Malasia —argumenta Siti Rohaya mientras come el picante muruku que has vertido en platos planos en el centro de tu mesa de café. Los libros que estaban apilados al azar sobre su superficie ahora esperan ordenados en las estanterías.

(Cada quincena el grupo disfruta de los refrigerios crujientes en tu sala y termina discutiendo sobre política mundial y nacional más que el capítulo asignado de Ballard. Malasia es un estado tan ballardiano, se podría pensar, y todos los discutirán, con seria regularidad, en cada reunión).

—Oh, baja de tu nube, Siti. Definitivamente no somos tan civilizados. Todos hemos visto las manifestaciones más feas de la mentalidad de la muchedumbre en Malasia. Más de una vez, en la historia. Es por eso que tenemos todas estas regulaciones —dijo Muthu, un obvio conservador. Probablemente partidario del Congreso Indio de Malasia. Los del M.I.C. se distinguen por el pliegue en sus pantalones y la forma en que usan su cinturón. Te ríes a carcajadas ante el pensamiento tonto y niegas con la cabeza ante las inquisitivas sonrisas.

—Esas regulaciones están ahí para proteger al gobierno, no a la gente —afirma Alan, con las cejas fruncidas mientras mira airado a Muthu. Alan es de la nueva guardia, un hombre del Partido de la Justicia Popular o PKR, que se ha ido a cada mitin de Bersih desde que esa coalición comenzó a protestar contra el gobierno en el poder.

—Y, sin embargo, hemos tenido marchas terriblemente domesticadas, y el gobierno no ha oprimido a esas personas. Al menos, no mucho —observó Ranjini, su tono medio cínico, medio contemplativo.

—Estoy feliz de que nuestras manifestaciones sean relativamente civilizadas. Me da esperanza para el país en general, a pesar de las aterradoras noticias diarias, a pesar de la igualmente aterradora indiferencia de nuestra fuerza policial cuando se trata de crímenes domésticos y violencia contra mujeres —agregas ahora, al ponerte de pie para traer un nuevo paquete de muruku para reponer el recipiente de cristal que se vacía rápidamente. “Una buena marca de muruku”, reflexionas.

—Eres una optimista pesimista, Lila —se ríe Ranjini, pero agrega—: Creo que me gusta eso de ti.

Te retuerces de vergüenza ante la alabanza, sabiendo que no saben lo paranoica que te has vuelto en las últimas semanas o cómo estas conversaciones sirven como tus propios métodos privados de exorcismo. Aún mejor es que las sombras han dejado de fusionarse en tu dormitorio después de la medianoche. El silencio se alza sobre tu cabeza como una escena del crimen desalojada.

No saben por qué has aceptado entretener a extraños en tu sala, cómo los has imaginado como una banda de protectores, resguardándote contra la amenaza del goteo de viscoso líquido rojo que reverbera siempre en tus oídos incluso en su ausencia. “¿Puede uno volverse sordo por el recuerdo de un sonido?” te preguntas. “¿Puede uno quedar sordo por el arrastre de uñas en la pizarra de su propio techo?”

Recuerdas el correo electrónico que leíste tres semanas antes de que comenzara el club del libro. De un hombre que dice vivir en esa unidad espantosa, esa unidad de pesadilla. Un ingeniero civil y artista de instalación. Recuerdas el sonido de clavos que caían. Pero también recuerdas los gritos. Te preguntas qué tipo de instalación está construyendo en el piso de arriba y te estremeces al darte cuenta de que él sabe que se está llevando a cabo un club de libros. Afortunadamente, te dices a ti misma, no sabe dónde se ubica físicamente el club de libros. No contestas el correo electrónico. Intentas hacer caso omiso del contenido que tu mente lee en voz alta, puntualizado por el ritmo sincopado de los goteos líquidos. Ploc, ploc, ploc.

Todos los miércoles por la noche, las conversaciones se vuelven más animadas.

Al final de Rascacielos, todos concuerdan en que deberían seguir con Crash.

Después de que hayan pasado cinco meses, todos han comenzado a contarse cosas de confianza en sus mensajes de texto. Has almorzado con Ranjini dos veces, y casi contemplas un romance con Alan, que es tan atractivo en todo su fervor político. No eres del todo liberal, pero siempre has sentido una atracción parcial, una irritación parcial por los chicos liberales. Hay una inocencia en ellos que casi te desarma.

Las conversaciones sobre Crash tienden a convertirse, inevitablemente, en conversaciones sobre Cronenberg que fluyen al terror popular de Malasia: cómo muchas de esas entidades tradicionales son intrínsecamente entidades de body horror. Haces digresiones de Ballard a varios trabajos más nuevos publicados por los autores de Fixi Novo. Después de que el club de libros haya agotado su capacidad de esponjarse sobre de la ficción literaria malaya y las manifestaciones de body horror en las obras de la guardia más joven, regresas a Ballard y decides retomar Crash en una exploración del body horror como instalación textual. La conversación te hace recordar tus imaginaciones de lo que pasa encima de tu cabeza, aunque ha habido silencio durante muchas semanas. Sin clavos, sin pasos. Solo un gran vacío que se filtra en tus sueños.

Un miércoles por la tarde en agosto, están todos hasta el cuello en una discusión sobre órganos internos y arcadas literarias cuando suena el timbre.

—Oh, ese debe ser Mikhail —dice Siti Rohaya con voz tímida.

—Mikhail? —dices, preguntándote por qué el nombre suena tan familiar.

—Sí, él es mi colega en el trabajo, otro ingeniero civil —responde ella.

“Oh no”. Tu respiración se vuelve superficial. El presentimiento se yergue como la sombra de un acosador persistente.

—Le conté sobre este gran club de libros y lo bien que nos llevamos todos. Dijo que trató de unirse cuando comenzó, pero nunca recibió una respuesta. Es un gran admirador de Ballard. Artista de instalación también. Hombre brillante: parece entender íntimamente el body horror. De todos modos, probablemente deberías abrir la puerta ya que eres la anfitriona

“Oh no. Oh no. Oh no”.

En tu cabeza puedes oír —no, sentir— la caída de los clavos. Uno tras otro.

Te levantas con extremidades pesadas, medio protestando.

—Pero ya casi terminamos por hoy —dices.

—Oh, venga ya. Abre la puerta, Lila. Estará bien. Es muy guapo, ¿sabes? ¡Y es tu vecino de arriba! —Siti Rohaya te da una mirada sugestiva, de alcahueta.

“No hay nada literario en estas ganas de vomitar”, piensas mientras te diriges hacia la puerta. La abres.

Un hombre eurasiático espera afuera de la puerta de reja, su cabello largo hasta los hombros separado en medio, cayendo en elegantes ondas alrededor de su cara ovalada. Trae lentes de armazón grueso, muy de moda, y su vestimenta es toda elegancia ecuatorial. En una mano sostiene una copia manoseada de Ballard, en otra, un gran paquete de chips de tapioca fritos.

—Hola —dice, con una sonrisa que es todo encanto y dientes. Los dientes son filosos. Intentas no notar el pelo que crece en sus orejas, el molde vulpino de su cara triangular, la forma en que sus ojos parecen enfocarse y desenfocarse en rápida sucesión. Casi como un depredador que entreve a su presa. Casi como un depredador, jugando con su presa.

—Lamento muchísimo colarme en su fiesta de esta manera, pero estaba realmente emocionado cuando supe que eres mi vecina de abajo. Y Ballard es una de mis grandes pasiones en la vida. Gran parte del trabajo de mi vida está inspirado por él. Espero no ser demasiado tarde para la conversación de hoy. Siti dice que todos han estado hablando de Cronenberg, body horror y canibalismo. ¿Puedo pasar?

Su tono es tan elegante como su apariencia, y sus vocales salen sin esfuerzo de su lengua con el tipo de acento informal que te dice que estudió en el Reino Unido. Recuerdas los gritos apagados, el martilleo, el taladreo deliberado que ocurre a las 3 a.m.

Le sonríes cortésmente a los ojos y notas que tiene una hermosa sonrisa, pero también que tiene los decididos ojos marrones oscuros de un dedicado asesino en serie.

“De ninguna puta manera voy a dejarlo entrar. De ninguna puta manera”.

Inhalas profundamente y hablas.

—Casi hemos terminado para hoy, Mikhail. Lo siento, pero tal vez te gustaría unirte a nosotros en otra semana? ”

Sus ojos sobre los tuyos se entrecierren, y asiente.

—Tal vez otro día, pues —dice, esbozándote una sonrisa cómplice. Gira sobre sus talones y se aleja. Sus anchos hombros se tensan con indignación.

Vuelves con pasos pesados ​​hacia tu pequeño club de libros para explicarles que no habrá más reuniones en tu hogar. Les dices que esta pequeña compañía debe disolverse porque ha habido una emergencia repentina. Inyectas escarcha en tus palabras, escarcha antinatural en estas noches ecuatoriales. Después de que la última persona fría y decepcionada abandona tu hogar, te apresuras a entrar en tu habitación para arrojar cualquier ropa a una maleta. Haces una llamada telefónica rápida a tu hermana, a quien no has visto desde una cena incómoda hace seis meses.

Te vuelves a tu casa familiar en Klang esa misma noche. Rápidamente redactas anuncios para dejar tu apartamento en alquiler. Rechazas todas las ofertas de solteras y rentas tu hogar a un grupo de universitarios varones.

Una mañana, te tomas el día libre para presentar un informe en la estación de policía. Ya sabes lo que harán. Tomarán tu declaración, te dirán que falta evidencia, que tal vez este sea todo producto de una imaginación demasiado activa. Prometen investigar.

No lo harán.

Pesas los pros y los contras, pero luego bajas a la estación de policía de todos modos. Miras a los ojos del inspector de policía y comienzas a narrar cada gota, cada caída de clavo, cada sonido, cada vez que llamaste a la seguridad y te ignoraron. Le das el nombre de tu vecino y describes su apariencia en detalle. Omites ciertos detalles como el hecho de que tiene los dientes de un depredador, amarillentos y afilados. Omites el aspecto vulpino de su rostro y la coagulación nocturna de sombras en formas vulpinas. El inspector de policía te mira fijo la cara y sabes que ha tomado una decisión. Levanta su teléfono Android y ladra instrucciones a sus ayudantes.

No pasa nada en las semanas y meses después, aparte de tu alargada ruta al trabajo, tus continuas disputas con tu hermana mientras intentan coexistir en la gran casa de una sola planta que sus padres dejaron a las dos.

Un día, Siti Rohaya te llama mientras estás friendo plátano en un wok grande.

—Te extraño, Lila. Extraño nuestro club de libros. Fue tan especial, tan mágico. Nos sentimos tan bien juntos. Y luego te alejaste y nos dejaste. Estuvo muy extraño. ¿Fue Mikhail? ¿Ya lo sabías? Lamento mucho haberlo invitado esa noche. Lo siento mucho, Lila.

Su voz se le quiebra mientras habla. Ha estado llorando. Tus oídos sensibles pueden distinguirlo.

—¿Que si ya sabía qué? —preguntas en voz baja. Tu respiración se atrapa en tu garganta, con el rabillo del ojo ves las sombras que se unen en la forma de un zorro gigante. “¿Cómo matas a un zorro sobrenatural?” te preguntas a ti mismo. “¿Cómo sobrevives? ¿Cómo te conviertes en una chica final?” Mientras habla Siti Rohaya, ya estás buscando el cajón donde has guardado un gran parang para defensa propia. Miras ese cuchillo largo, tipo machete. Has estado ejercitándote y has estado tomando lecciones de defensa personal, preparándote para este momento. “¿Cómo atrapas a un zorro en tu wok?” Te preguntas.

—Que fue un asesino convicto en Londres que de alguna manera escapó, que tenía una red de contrabando de personas que trabajaba en Malasia. En su departamento. La policía vino a nuestra oficina para recogerlo hace un momento. La nota estará estar en los periódicos mañana. ¿Lo sabías, Lila? ¿Sabías?

Bajas el teléfono, un parang recién afilado en la mano.

About the Author

Nin Harris es autora, poeta, catedrática y erudita gótica postcolonial que existe en un estado perpetuo de unheimlich. Nin escribe ficción gótica, cyberpunk, nerdcore, ficción post-apocalíptica, romances planetarios y varias otras formas de ficción extraña con guiones. La obra de Nin se ha publicado en revistas como Clarkesworld, Uncanny Magazine, Strange Horizons, The Dark, Beneath Ceaseless Skies y Lightspeed.