(traducido por David Bowles)
Enterramos a los primeros con formalidad y reverencia. Ahora suena tonto, pero ¿qué podíamos hacer? Después de todo aún eran nuestros hijos. Hasta vestí bonita a mi Sarah para la ocasión; le puse su mejor ropa dominguera, un vestido amarillo de algodón que brillaba contra el marrón oscuro de su piel, con un patrón cosido a mano para cubrir su cuerpecito torcido. La llevamos al reposo dentro de una pequeña caja de madera, la anidamos en un hoyo poco profundo que Ray excavó detrás de la casa. Solo lo mejorcito para mi primera bebita. Pero incluso después, cuando nuestro trozo de tierra tenía más tumbas que suelo, mantenía cerca a mis hijas. Me deslizaba por la noche para arrojar bolsas de yute a las aguas oscuras del pantano al final del camino, para tirar bultos envueltos a las fosas de huesos, donde ni siquiera los caimanes y los zorros se alimentan. La necesidad, como quien dice, es la madre de la invención.
Así eran las cosas: daba a luz a un hijo y esperaba que no saliera doblado, roto. Luchaba con la amargura cuando el bebé se convertía en un monstruo de ojos saltones y la cabeza del tamaño de un tomate, unos brazos y piernas largos y flacos como hierbas silvestres en el jardín de un viudo. Pero aún así amaba al pequeñín, cubría su cuerpo con cuentas de rosario y pañuelos de espíritu. Luego rezaba para que de alguna manera esos talismanes purgaran a los demonios de un alma rota. Y cuando ya estaba muerto, lloraba y lloraba y me confortaba en los brazos de mi esposo y así, como si nada, tenía otro.
Al principio, la gente buena me visitaba justo después. Traían libros de oraciones y pan perdido, decían Pobre Marie mientras sujetaban mis temblorosas manos. Yo asentía con la cabeza cuando me decían que necesitaba ponerme cuentas de conjuro por la noche, o lavarme ahí adentro con agua bendita, o comer sólo pescado blanco los viernes. Me aseguraba de sonreír cuando me recordaban que les había pasado lo mismo alguna vez, pero el brujo se había encargado de las cosas y míralos ahora, rodeados por una manada de ángeles perfectos.
Nunca dije una palabra sobre lo sucedido en esos últimos días, cuando las oraciones fracasaron y las noches se enfriaron y la alacena quedó vacía. Nunca mencioné cómo se agitaban los brazos larguísimos de Sarah ni cómo sobresalían sus ojotes cuando le tapé la nariz y la boca con la mano. Tampoco revelé que solo a la tercera me salió bien, cuando gritó y me mordió la mano y de puro coraje, le rompí el cuello como a cualquier gallina. Y nunca le conté a nadie cómo ella seguía regresando. ¿Quién podría culpar a una niña por extrañar a su madre?
Fue un mes después del primer cumpleaños de Júnior cuando el olor a muerte se esparció por el aire, amargo y pesado; era un olor a cobre, como una mezcla de vinagre y almizcle. Ray dijo que esa peste provenía de ratas de pantano ahogadas, persistía en las orillas fangosas y en el agua turbia que lamía los zancos de madera bajo nuestro porche, como durante cualquier verano con demasiada lluvia. Yo le eché la culpa a los mejunjes del brujo: el barro curativo que debía untarle a Júnior en la frente cuando la luna estaba alta; una bolsa de amuletos que debía guardar bajo su cuna desde el atardecer hasta el amanecer; y algo que solo llamaba a Lo Bueno, que debía mezclarse con agua fresca de la cisterna y beberse dos veces al día. Todo para mantener al demonio lejos del cuerpo de nuestro pequeño.
—Estoy harta de todo ese mugrero —le dije a Ray—. Nunca sirve para nada.
El brujo había empezado a pasar con sus aceites y cataplasmas y velas justo después de que Sarah saliera mal, acechaba como una serpiente en la hierba, pero su magia nunca ayudó a ninguna de las niñas que se habían retorcido desde entonces. Júnior era especial, nomás. Todavía tan perfecto como el día en que naciera, igual que iba a ser el nuevo bebé. Yo traía otra vez la barriga alta, eso significaba otro varón, y ese niño daba vueltas como molino de viento. Júnior había andado así, brincando y girando mientras crecía, bailando al ritmo de mi corazón como al golpeteo de las manos sobre una tabla de lavar. Incluso en ese momento estaba paradito en la cuna de madera metida en un rincón, al lado de nuestra estrecha cama, empujaba los barrotes como si fuera a escaparse y a entrar a rastras a la cocina llamando a mamá.
—Marie, por favor —Ray estrujó la última bolsa de amuletos en sus manos como si fuera de oro en lugar de cuero gastado—. Haz de cuenta que nos da un poco de buena suerte para equilibrar todo lo malo. Y el brujo dice que algo debe cuidarte mientras no esté yo.
Por supuesto. Ray nunca aprendió a nomás decir adiós.
—¿Y ahora por qué tanto tiempo? —Puse mi mano sobre la suya y él la apretó con fuerza. Se había quedado en casa desde que naciera Júnior, trabajando turnos de día y presumiendo de lo rápido que crecía su hombrecito. Era bueno tenerlo cerca. El aire se sentía menos vacío.
—Unos cuantos días sembrando los campos de arroz en el este —dijo—. Tengo una familia que alimentar ahora. Tengo un hijo.
Sonreí ante eso, solo un poco, y Ray me esobozó una mueca feliz. La comisura de sus labios se levantó más del lado izquierdo, como pidiéndome que enderezara su sonrisa de un beso.
—No me gusta cuando te vas. —La casa era tan chiquita que se podía escupir de una pared a la otra, pero sin él siempre se sentía demasiado grande; el viento aullaba más fuerte contra las ventanas tan pronto se marchaba.
—Ya sé, pero tengo que —dijo—. No podemos vivir para siempre de la caridad. —Tenía esa profundidad en la voz que significaba que había tomado una decisión—. Y el brujo dice que esto te va a mantener a salvo mientras yo no esté. Así que mantenlo cerca, ¿me oyes?
Asentí con la cabeza y me obligué a tomar el cuero marrón, húmedo con quién sabe qué amarres asquerosos que el brujo había usado para sujetar a los espíritus. Ray sonrió de nuevo mientras me lo colgaba en el cuello, como si todo estuviera bien.
—¿Marie? —dijo, acariciando el dorso de mi mano con su pulgar.
—¿Sí?
—Cuídense mientras no estoy. —Miró a Júnior en la cuna, luego la bolsa de amuletos, luego a mi panza hinchada.
—Siempre lo hago, Ray —dije—. Siempre.
Fue tres días más tarde que me desperté de otro sueño lleno de huesos de caldo podridos e hígados de rata de pantano, volví a una cama vacía y al sonido agudo de la risa de un niño.
Júnior.
No. Esta voz era más alta, burbujeante. De niña. Escuché por unos momentos, con la mano ahuecada detrás de mi oreja derecha, pero la risa desapareció tan rápido como había llegado.
“Solo una pesadilla”, me dije. “Solo tu cuerpo, que te mantiene alerta”. Júnior ya tenía el doble de edad que cualquiera de los bebés después de Sarah. Todo iba bien. No estaba torcido. No me hacía falta la ayuda de mi pequeña.
El nuevo bebé pareció estar de acuerdo, ajustó su posición dentro de mí presionando fuertemente contra mi vejiga. Pero al levantarme de la cama y dar mis primeros pasos hacia la olla de mear que había guardado en un rincón, la risa aguda sonó otra vez. Y luego hubo un susurro suave en mi oído.
—Mamá.
—¿Sarah? —Apenas reconocía su voz. Sarah nunca había hablado mucho. No mientras se tambaleaba de cuarto en cuarto, con sus largos brazos colgándole a los lados, el único sonido eran sus dedos que raspaban las duelas del piso. Y menos en los últimos días fríos antes de su tercer cumpleaños, cuando incluso Ray tuvo que admitir que ninguna oración o magia o médico podría curarla. En esos días también me había apretado la mano antes de irse a otro largo trabajo, hablaba de la escasez de comida durante un duro invierno y cómo había que tomar decisiones difíciles y cómo a veces uno debía renunciar a lo que tenía para dar paso a algo nuevo.
Sarah no había hecho ningún ruido entonces, solo me había mirado fijo desde la cuna, como si supiera lo que venía. Desde entonces no volvió a decir palabra, ni siquiera durante las muchas, muchas veces que me senté a contar los largos días hasta que Ray regresara de ese lugar de trabajo tan lejano, observando como la cara de mi nuevo bebé se torcía, dejando que Sarah me consolara en silencio mientras yo hacía lo que se tenía que hacer.
—Mamá. —Me sonaba a Sarah. Me sonaba a los gritos asustados que habían salido de su boquita cuando traté una y otra vez de silenciarla, al final, deseando que hubiera crecido recta y alta, que pudiera desdoblarse y ser la niña que me merecía. Como Júnior.
Miré hacia su cuna, pero incluso en la penumbra del amanecer pude ver que estaba vacía. La mantita hecha de camisa con la que lo había envuelto colgaba inútil sobre la baranda de la cuna.
—¿Júnior? ¿Sarah? ¿Ray? —Intenté hablar con calma, pero mi voz salió alta y temblorosa, y solo me respondió el viento. Examiné la habitación en la penumbra, pero mi bebé no estaba. Solo la puerta medio abierta y un movimiento de tela amarilla que entreví en el porche. Corrí los cinco pasos necesarios para cruzar la sala y salí apresurada, abriendo la puerta de golpe. Dio contra la casa con tanta fuerza que casi salté ante el sonido.
—¿Júnior? —llamé de nuevo, luchando para mantener la voz tranquila, tratando de no enfocarme en el agua estancada que se filtraba musgosa justo por debajo del porche de madera. Quizá ya había gateado demasiado lejos, demasiado rápido. Quizá sus risas se habían convertido en gorgoritos ahogados en esa agua oscura, sus pequeños brazos agitándose mientras intentaba respirar, pero inhalaba la muerte. Yo ya sabía lo rápido que una cosa tan pequeña podía desaparecer debajo de la superficie. Lo sabía mejor que nadie.
Sarah soltó de nuevo una risita, como si estuviéramos jugando. Su risa hacía eco a la derecha. Di la vuelta y allí estaba Júnior. Seguro, pero solo por el momento. Estaba demasiado cerca del borde, gateando despacio hacia ese remanso de agua marrón. Y parada frente a él, con su vestido amarillo, su cabeza pequeñísima colgando hacia el lado izquierdo de ese cuerpo de largas extremidades, estaba Sarah, levantando los brazos como para detenerlo o recogerlo o abrazarlo fuertemente.
—¡Júnior!
Grité al acercarme, en un instante salvé la distancia entre nosotros, más rápido de lo que pensé que mi barrigota me lo permitiría, y lo levanté en brazos. Lo examiné por todas partes, apretándolo y abrazándolo, besé su cabello áspero hasta que estaba tan húmedo como paja remojada por el sereno. Aún perfecto. Dije una oración, agradeciendo a todos los dioses cuyos nombres podía recordar, y presioné su cuerpo contra la bolsa de amuletos que colgaba de una cuerda alrededor de mi cuello, aunque sabía que no era más que cuero sucio. Cualquier cosa para mantener a mi bebé a salvo.
—No vuelvas a salir así, Júnior —dije—. Casi me matas del susto. De no haber sido por Sarah…
Volví a mirar el borde del porche de madera. Sarah seguía parada allí, con la cabecita desfigurada inclinada hacia un lado, los ojos hinchados bien abiertos y las pequeñas trenzas negras balanceándose. El amarillo de su vestido dominguero relucía contra la oscuridad de su piel y del agua detrás de ella. Extendió sus largos brazos como si quisiera que la levantara, pero apreté a Júnior contra mi pecho.
Sarah dejó caer los brazos y sus nudillos golpearon los tablones del porche. No veía en sus ojos saltones si estaba triste o feliz, enojada o satisfecha, y ese no era el momento de adivinarlo.
Sarah me siguió cuando entré. Sus pasos eran lentos e inestables, sus uñas se arrastraban contra el suelo de madera. El raspado se detenía y volvía a sonar mientras me movía de un cuarto a otro, cerré la puerta principal con pasador y chequé la de la cocina, por si acaso. Cuando por fin bajé a Júnior y me senté en la cama para ver cómo su pecho subía y bajaba al ritmo del sueño, Sarah se paró junto a su cuna, apoyando la cabeza en el marco de madera para mirarlo a través de los barrotes. Un pequeño escalofrío me subió por la pierna y luego por la espalda, pero no hice caso. Sarah había sido quien me despertara, ella había salvado a Júnior de desaparecer en el agua oscura. Sarah siempre había sido la única con la que podía contar. Extendí la mano para tocarle el cachete, estaba frío, húmedo y algo pegajoso, pero volví a tocarlo, incluso lo acaricié dos veces con los dedos. Yo no era Ray. Nunca tuve el lujo de ser quisquillosa.
—Gracias, Sarah —le dije—. Por todo.
—Mamá —susurró—. Mamá.
Esperaba que Sarah se fuera cuando saliera completamente el sol, como siempre hacía, como la niebla después del amanecer, pero se quedó al lado de la cuna todo el día. Apenas se movía. Yo tampoco tenía ganas de moverme, pero me levanté con desgana para calentar un poco de gumbo viejo y arroz nuevo; mantuve a la vista la cuna mientras juntaba despacio ollas y sartenes y trataba de no chocar la panza contra la estufa. Por lo general, al medio día Júnior hubiera empezado a gritar para que lo alimentara y lo cambiara, pero se quedó dormido y quieto, y Sarah se le quedaba viendo nomás, con la cabeza apoyada contra los barrotes de la cuna. No me constaba si parpadeaba siquiera.
—Vas a tener que irte en algún momento, Sarah —le dije. Ray volvería en unos días, y él nunca entendería. Iba a rociar agua bendita en cada rincón y grieta y haría que el brujo pintara el marco de la puerta de azul fantasmal para atrapar su alma. Y creería ella era la culpable de todas esas veces, de todas esas noches solitarias y bebitas rotas. No entendería que ella era lo único que me había ayudado a sobrevivir.
Sarah no respondió, pero levantó uno de sus largos brazos y señaló la puerta principal. Se apartó de la cuna y retrocedió a la cocina, con el otro brazo aún arrastrándose en el suelo. Yo apenas empezaba a reaccionar cuando sonó el golpe, fuerte y repentino. Di un paso adelante para agarrar a Júnior, tranquilizarlo si lloraba, pero se quedó muy quieto, respirando suave y tranquilamente.
—¿Ray? —llamé. Faltaban varios días para que volviera, pero tal vez se le había olvidado algo. O me extrañaba demasiado para quedarse tan lejos.
—¿Señito Marie? Ray me envió a ver cómo está.
Incluso a través de las paredes reconocí la voz del brujo. Sus remedios espirituales quizá no hubieran ayudado a mis bebés, pero hasta un tonto podía notar por el silbido de su voz que lo había tocado algo del más allá. Nadie sabía con seguridad qué le había pasado, pero unos decían que se había ahogado y vuelto a la vida; otros aseguraban que había nacido enmantillado y había tenido que romper el velo solito para respirar por primera vez. De todas formas, no era alguien a quien se rechazaba en la puerta, ni siquiera con Sarah que retrocedía hacia la cocina, apuntando todavía con el brazo, la cabeza balanceándose contra su pecho a cada paso tambaleante, dejándome una sensación de fría humedad donde me había rozado.
—¿Señito Marie? ¿Anda ahí? —Veloz rodeé con las manos la cintura de Sarah y la levanté, sosteniéndola con los brazos extendidos. Un frío doloroso me penetró las palmas y se extendió por mis brazos, pero me aguanté; la coloqué al lado del horno, donde el brujo no la vería. Antes de dar la vuelta, me puse un dedo en los labios. Uno de sus ojos demasiado grandes parpadeó en lo que esperaba fuera algún tipo de comprensión.
—¡Ya voy! Me estoy moviendo lento estos días —dije—. Ahorita estoy con usté.
Me eché a andar tan rápido como me permitían los pies, mirando por el hombro para asegurarme de que Sarah quedaba fuera de la vista. Todo lo que alcanzaba a ver era a Júnior en la cuna, finalmente moviéndose un poco, como si la ausencia de Sarah lo hubiera liberado.
Ofrecí la sonrisa más brillante que pude cuando quité el pasador y abrí la puerta de par en par. El brujo estaba agachado junto al lado derecho del porche, mirando el agua estancada. No parecía tan traicionera ahora como en la penumbra del amanecer, pero aún tenía que luchar para no imaginar a Júnior deslizándose bajo la superficie y alejarse flotando.
—Perdón por hacerle esperar —dije. El brujo se puso de pie, lento, flexionando su largo cuerpo flaco y girando hacia mí. Su cara era requetenormal, pero podía sentir su espíritu desde donde estaba parada.
—¿Ya empezó usté a cerrar la puerta, Señito Marie? —El silbido en su voz siseó un poco.
—Júnior ya casi camina —dije—. No quiero que se caiga acá afuera. —Pude oír que mi voz se debilitaba, y el brujo ladeó la cabeza como si supiera que había algo más que no le decía, pero yo seguía sonriendo.
—A mí Ray no me dijo que usté iba a venir. Le hubiera cocinado algo. —Esperaba que no pudiera oler el gumbo desde la puerta.
—Él pensó que podía ser una sorpresa linda —dijo—. Sabe que te sientes sola aquí, con el bebé nomás.
Entrecerró los ojos como si eso no hubiera sido todo lo que Ray había dicho, una sombra de la forma en que Ray me había mirado la última vez que llegó de lejos. La casa había estado vacía y silenciosa, sin rastro de ninguna bebita, y yo le había dicho que otra de mis hijas se había muerto mientras dormía, no que había tenido que apretar la almohada sobre su cara retorcida y que tal vez siempre hacíamos monstruos.
—Júnior tiene mucha compañía. —Me di una palmada en el estómago un poco más fuerte de lo que pretendía—. Y éste ya prácticamente está bailando. Tengo la bolsa de amuletos para mantenernos a todos a salvo, ¿verdad?
El brujo asintió y dio un paso hacia mí, pero alargué la mano y cerré la puerta. Solo faltaba que entrara y viera a Sarah, que se la llevara. Era la única hijita que me quedaba.
El brujo comoquiera siguió avanzando, como si fuera a quitarme de en medio para entrar a la casa, pero mantuve una mano en la manilla y mis pies plantados frente a la puerta.
—Quiero ver a Júnior —dijo—. Ray no quiere que las cosas salgan… como han salido hasta ahora. ¿Me capta?
—Júnior está dormido —dije—. Apenas lo pude calmar. Y no quiero que lo despierte usté con sus atenciones y sus hechizos.
Eso sí lo detuvo, pero pude sentirlo mirando más allá de mí, justo hasta donde Sarah estaba agachada en la parte de atrás. Si lo dejaba entrar a la casa, nunca volvía a ver a mi bebita. Hasta podía llevarse Júnior, por si acaso. Así era él. No importaba cuántos de los torcidos aceptaba y criaba, siempre los enviaba lejos del pantano y de la gente que los había traído al mundo. Más allá de lo que yo jamás llegaría a viajar. No le había dejado llevarse a ninguno de los otros y no dejaría que comenzara ahora. Podrían ser monstruos, pero eran mis monstruos. Los quería cerca de casa.
—Tengo que hacerle un chequeo. —La voz del brujo silbó cuando sopló una brisa, como si estuviera conjurando algo del viento—. Algo en esta casa no se siente bien. Y si algo anda mal, pos, sabe usté que tengo mucho espacio para expósitos. Hasta estaría a salvo allá más que acá.
—No, él está bien. Nomás que llega en mal momento —dije, y las palabras salieron rápidas y duras—. No estoy ni medio presentable, y lo único que anda mal en la casa es que no está limpia. Regrese mañana, cheque a Júnior entonces. —Sonreí de nuevo, pero sentía que me temblaba la cara.
El brujo se acercó, hasta que su cuerpo flacucho me tocaba la barriga y se inclinó para mirarme a los ojos. Pensé que podía tumbarme, quitarme de en medio, oscurecer el cielo y hacer que cayera un rayo, pero nomás agarró la bolsa de amuletos entre sus manos, susurró unas palabras que yo no entendí y saltó hacia atrás como si hubiera escuchado pasar a una serpiente de cascabel.
—Mañana vengo —dijo—. Cuídese hasta entonces. Es temporada de serpientes. Si deja que entre una en su casa, solo el diablo sabe qué hará.
Esperé un buen rato después de que el brujo se fuera antes de meterme. Ese hombre se movía más rápido que una mangosta, y ni loca iba a dejar que se colara sigiloso.
—Sarah, tienes que irte —le dije, cruzando la sala hacia la cocina. Pero Sarah no se había quedado donde la dejé. Estaba de regreso en la recámara, apoyada en la cuna, con un largo brazo sobre la baranda colgando hacia dentro. Acarició el cachete de Júnior suavemente mientras yo la miraba: una, dos, tres veces.
—Mamá —dijo, sin expresión o emoción, señalándose a sí misma. Luego alargó la mano, lenta, para señalar a Júnior—. Mamá. —Misma voz, el mismo tono.
—No —dije—. Esta vez es diferente. Júnior no es como tú. Júnior está bien.
Sarah negó con la cabeza, que rebotaba contra su hombro. Júnior se estremeció y comenzó a gritar, más fuerte de lo que jamás había escuchado. Sonaba como el viento cuando aulla en los árboles durante un huracán. Sonaba casi como si Sarah le hubiera robado el alma.
Agarré a Júnior, apartando a Sarah bruscamente. No me importó que su cuerpo cayera al suelo con un ruido sordo, como se algo se aplastara. Lo acuné contra mi pecho, tocándolo por todas partes, sosteniendo la húmeda bolsa de amuletos contra su cabeza, rezando el Padrenuestro al derecho y al revés entre dientes hasta que se calmó y me sonrió, con los ojos brillantes y grandes. Demasiado grandes.
—Sarah —susurré—. ¿Qué hizo ese brujo que hicieras?
El cuerpo de Sarah estaba tendido en el suelo de madera junto a mis pies. Un líquido oscuro comenzaba a acumularse debajo de su cabeza, pero ella seguía apuntando a Júnior, sus dedos flexionándose y estirándose como si ejecutara una magia de esa que viene directo del demonio. Igual que todas las veces que había venido a mí, justo cuando cada uno de mis bebés había cambiado y había tenido que sacrificarlos. Así, extendiendo su mano mientras yo los apretaba contra mi pecho. Igual que como había abierto sus brazos a Júnior. Para salvarlo, tal vez, o tal vez para guiarlo directo al agua que lo tragaría entero.
Di un paso atrás y me agarró el tobillo, sus manos tan frías y húmedas como el hielo cuando se deja sudar. Me la quité de una sacudida, apretando más a Júnior. No lo dejaría caer. No dejaría que ella lo tocara. Era mi niño perfecto. Abrí la boca para preguntarle por qué, pero cuando miré hacia abajo, la respuesta estaba justo allí, en sus ojos, en la forma en que brillaban. El brujo la había tocado, se había metido con su alma. Justo como dijo: temporada de serpientes.
Puse a Júnior en su cuna y agarré a Sarah con ambas manos, apretándola con fuerza, sin hacer caso de los escalofríos que corrían por mi espinazo y el líquido que corría por su espalda, manchando su vestido amarillo perfecto con un marrón sucio. Alargó la mano hacia Júnior otra vez, pero la aparté bruscamente. La llevé a través de la sala y la saqué por la puerta mientras goteaba sobre mis pies.
—No me importa qué susurra al viento ese brujo —le dije, como si fuera a responder—. No dejes que te atrape.
Ella solo se rio.
Sacudí su cuerpo inerte con fuerza, y la bolsa de amuletos se balanceó, golpeándola en su pequeño cachete. El cuero siseó cuando la tocó, y Sarah soltó un agudo grito. Dentro de la casa, Júnior comenzó a gemir de nuevo, y los dos sonidos se mezclaron como un coro de lloronas.
—¡Basta! —Rodeé su garganta con mis manos. No sé cómo, pero mientras la estrujaba, gritaba más fuerte, su voz más profunda que la de que cualquier niña, ahogando el llanto de Júnior. Esta no era hija mía. Ya no.
La apreté más fuerte. Sus brazos y piernas se retorcían como si la hubiera mordido una víbora, y sus ojos se hincharon como uvas maduras, listas para desprenderse de la viña en pleno verano. Sus gritos se hicieron más fuertes, y un coyote aulló desde algún lugar río abajo, como si planeara salir en su rescate. Escuché el silbido del brujo desde lejos, alto y burlón.
“Debió abrirme la puerta, Marie. Debió dejarme entrar”.
Arranqué la bolsa de amuletos de mi cuello y la metí en la boca de Sarah mientras trataba de morderme. Esta vez no dudé. Pellizqué su nariz entre mis dedos y mantuve la bolsa en su boca con la palma de la mano. Sentí un frío helado en los dedos que parecía correr a través de mis huesos como un rayo. Su cuerpo se sacudió mientras intentaba escaparse, pero la sujeté con firmeza, apreté más fuerte. No hice caso del dolor en mis hombros, piernas y cara. Dejé que sus pies chocaran contra mis muslos y que sus dedos arañaran mis cachetes hasta que sus extremidades se relajaron y el único grito que quedaba era el de Júnior.
Dejé caer su cuerpo en el porche que nos servía de atraque y volví a la recámara donde Júnior seguía gritando. Lo levanté con las manos aún frías y le di palmaditas, recostado en mi hombro, hasta que se calló. Acuné su cuerpo dormido en mis brazos, mirándolo mientras inhalaba y exhalaba. Con cada respiración, sus ojos se hinchaban como si quisieran liberarse de su cara. Y cuando me lo acerqué más, meciéndolo de un lado a otro, sentí sus brazos colgar hacia el suelo. Su cabeza se contrajo, sumiéndose en su cuello. Traté de no dejarlo caer mientras lo volvía a colocar en su cuna. Sabía lo que eso significaba. Lo sabía mejor que nadie.
Salí. Sarah estaba tirada sobre la espalda, inmóvil, con la bolsa de amuletos en su boca. Parecía tan inocente: sus trenzas tendidas detrás de su cabeza como un doble halo, su cara tranquila, como si todavía estuviera soñando. Los ojos cerrados apenas sobresalían de su pequeña cara. Pero el diablo viene con muchos disfraces. Extendí la mano con cuidado, esperando que abriera los ojos, se sentara, me agarrara con sus largos brazos. Pero no se movió. Le di un ligero empujón con el pie. Sería tan fácil empujarla, dejarla hundirse en las aguas estancadas, pero hasta en ese momento no era capaz de patear a mi pequeña.
Esta vez no sentí una oleada de frío cuando la levanté, solo su espalda mojada y el peso en mis brazos. Mientras la sostenía, el nuevo bebé pateó, duro. Un recordatorio de lo que se debía hacer.
El cuerpo de Sarah apenas me salpicó cuando dio contra el agua, pero se hundió rápido. Me persigné cuando desapareció en la oscura profundidad.
—Que tu espíritu descanse, pequeña —le dije—. Y esta vez, quédate muerta.
Di la vuelta y entré en la casa. El nuevo bebé parecía caminar conmigo, bailando mientras iba hacia la cuna. Tal vez con Sarah fuera Júnior sería diferente. Tal vez su cabeza sería tan grande como debería ser, sus brazos cortitos. Tal vez sus ojos volverían a colocarse en su cabeza como antes. Tal vez sería mi niño perfecto. Incluso ese instante, sentado en la cuna, no parecía peor de lo normal. Sus ojos eran un poco grandes, su cabeza un poco pequeña, sus brazos un poco largos.
Aún así, sabía la verdad. Ahora Júnior era un monstruo también.
Recé por Júnior hasta que se puso el sol, repitiendo cosas que había escuchado decir a mi mamá, limpiando cada rincón de la casa con humo de salvia, sosteniendo a mi hijo contra mi pecho. No hizo ninguna diferencia. Nunca la hacía. El brujo vendría mañana por la mañana, me diría que había arreglado las cosas, que se llevaría a Júnior a algún lugar lejano para ser el hijo de algún extraño, pero no se lo permitiría. Ya se había llevado a uno de mis bebés y no tenía ningún derecho. Solita me había encargado de Sarah. Siempre me las arreglaba sola. Así eran las cosas.
Besé la mollera de Júnior y lo levanté para un último apretón. Su cachete tocaba la bolsa de amuletos, pero no pareció darse cuenta. Ya estaba demasiado ido.
—Te amo, Júnior —le dije, acunándolo en mis brazos mientras salía a la luz de la luna—. Adiós.
La salpicadura esta vez fue suave, haciendo un delicado eco en el aire, como un niño que juega en un lavabo. Fue la voz de Ray la que cortó el aire.
—¿Qué diablos estás haciendo? —La luna estaba llena en tres cuartas partes, por lo que pude ver sus anchos hombros cuando se tiró al agua tras Júnior. No entendía.
—¡Ray!
Me detuve en el borde del porche y me agarré la panza. No podía meterme en el agua así, ni siquiera para salvarlo. Todo lo que me quedaba era verlo bajar y subir, bajar y subir, con los brazos y las piernas pataleando y agitándose, hasta que se agarró al porche y se subió a los tablones de madera.
—¿Qué hiciste? —Apenas pudo pronunciar las palabras con tanto jadeo y tos cuando se tumbó en el porche. Igual que Sarah.
—Fue culpa del brujo —dije—. Lo enviaste aquí e hizo que Sarah transformara a Júnior, igualito que a los demás. Lo enviaste para que se llevara a mis bebés.
—Igualito que a los demás —me dijo, como si nunca hubiera escuchado esas palabras.
—Tuve que dejarlo ir, Ray —le dije—. Pero me encargué de Sarah, y el nuevo bebé va a ser perfecto. Me hice cargo. Me hice cargo de todo. —Ray negó con la cabeza, fuerte y rápido, como si estuviera teniendo un ataque. Gotas de agua caían de su cuerpo mientras se estremecía a la luz de la luna.
—El brujo me dijo que volviera a casa —dijo, su voz era como la brisa de una noche de verano.
—El brujo lo hizo —le dije—. Hizo que Sarah transformara a Júnior. A lo mejor retorció a todos los otros bebés también. Quería llevárselos.
—Retorció a todos los otros bebés. —Su rostro se torció, como si estuviera saboreando las palabras y encontrara algo amargo en cada bocado—. Transformó a Júnior.
Asentí con la cabeza, pero él no se movía de su lugar en el porche, solo arrimó la punta de los dedos a mi panza.
—Pensé que nomás teníamos mala suerte —dijo—. A pesar de lo que la gente me decía. —Negué con la cabeza y busqué sus dedos, pero él los retiró y no pude tomarlos.
—Marie, vi su cara —dijo—. La de Júnior. Antes de que cayera al agua. Estaba tan perfecto como el día en que nació.
—No, él estaba roto —le dije—, como Sarah. Te acuerdas de Sarah, ¿verdad? Me dijiste que la cuidara y eso hice, y cuidé a Júnior también. Justo como me pediste.
Ray no respondió, solo se apartó de mí, con los ojos muy abiertos y la luna brillando en su piel húmeda. El bebé pateó (una, dos, tres veces) diciéndome la verdad. Pude verlo allí mismo, en los ojos de mi Ray. El brujo lo había tocado a él como hiciera con Sarah, había torcido su mente de la misma forma en que retorcía los cuerpos de los bebés. Di un paso adelante para ver si podía sacar la mala energía de su cuerpo, pero esquivó mi mano al igual que Sarah, y lo supe. Tenía que hacer lo que tenía que hacer.
No me tomó más de un segundo dar la vuelta a la casa y buscar la pala, la que Ray usara para enterrar a Sarah justo debajo del suelo. Medio pensé que se habría ido cuando volviera, medio creí oír en el viento el silbido del brujo que venía por mi alma. Pero Ray seguía tumbado en el porche, con los hombros temblando, como si supiera lo que se avecinaba. Me quedé mirando su temblorosa espalda, pensando que tal vez debería entrar, cerrar la puerta, dejarlo en paz. Pero el bebé pateó de nuevo, y no pude discutir con eso.
—No te preocupes, cariño —le dije en voz baja—. Mamá se ocupa de las cosas. —Nomás tenía que darle un solo golpe. Mi panza estaría grande, pero mis brazos siempre han sido muy fuertes.
Tomó algunas semanas para que el cuerpo de Ray apareciera, a tres millas, en las orillas del pantano. Fue el brujo quien vino a decírmelo, aventaba sal sobre su hombro todo el tiempo, cambiaba de un pie a otro, como si mi porche estuviera hecho de fuego, tratando de entrar susurrando por mi puerta. La mantuve bien cerrado, recé diez Avemarías, le dije que no iba a tocar a mi nuevo bebé. Una vez que se saca una serpiente de la casa, no se le deja volver a entrar.
El nuevo bebé, Juniorcito, era grande y saludable. Estaba metido en una cuna llena de cobijas usadas y viejos juguetes para bebés, rodeado de un grupo de buenas mujeres dispuestas a echar una mano. La gente buena siempre cuida de una mujer cuyo marido muere tratando de llegar a su casa la misma noche que ella pierde a su bebé. Visitan todos los días y traen comida y juguetes, me acarician el brazo y me dicen Pobre Marie. Ray no estaría, pero la casa ya no se sentía tan vacía.
No para mí y mi pequeño bebé perfecto.
Aún no.