Qué dolor que el planeta entero acabe violentamente justo a las siete de la mañana cuando todo el mundo se ha despertado y sale a trabajar. Qué lástima que las noticias apenas logren hablar de la inquietud anunciada mundialmente por expertos y autoridades y casi nadie en la calle les haga caso y nadie entienda nada. Qué triste oír el primer temblor y ver las grietas más y más grandes y las lenguas de fuego que salen de bajo el asfalto en los paradores de autobús. Qué doloroso caer hacia la muerte en la primera oleada entre los trozos de suelo roto y los peatones y los pasajeros y los vehículos con sus conductores y los puestos de revistas y comida barata y películas piratas y los policías y los ladrones. Qué terrible no ver siquiera la belleza (terrible) que se contempla desde los helicópteros de tráfico y de policía y de los empresarios que iban a sacar adelante al país entero y también desde los aviones de pasajeros o de militares o de narcotraficantes cuando las llamas se elevan centenares de metros en pocos segundos y los alcanzan y los devoran y por un instante se vislumbran bajo ellas los ríos recién nacidos de lava y roca fundida que ya se han comido a tanta gente pequeña y que son mucho más grandes y profundos de lo que nadie llega a imaginar pues se ensanchan y se ensanchan y se ensanchan incluso después de haber quemado a casi todos y haber derribado a los edificios grandes y pequeños y haber borrado a la ciudad entera, nivelado los montes, evaporado el agua y hecho polvo casa y palacios. Y qué tragedia en fin que los dos que aún no mueren y esperan morir aquí en la ciudad reventada y allá, sobre el mar que hierve y se parte en dos, en esos dos puntos opuestos que la destrucción no ha tocado todavía . . .
Pero antes de seguir, conviene aclarar varias cosas:
- El último hombre en morir será Rafael, poeta de 23 años de la ciudad de Toluca, Estado de México, México. Él estaba en esa ciudad, caminando hacia su trabajo como mesero en un restaurante cuando la ciudad explotó bajo sus pies. De modo improbabilísimo, el estallido no lo mató de inmediato sino que simplemente lo propulsó hacia arriba, a gran velocidad. A cientos de metros de altura, Rafael está abrazado a un poste de luz, arrancado como él del suelo, que sube también y que le da la impresión de tener un asidero firme. Y aunque son, al menos aquí, las siete de la mañana, y el día empezaba, y los niños iban a la escuela, y todo parecía la misma rutina de siempre, y no había modo visible de escapar jamás de esa historia repetida y mísera, precisamente por todo esto ¿cómo iba a pensar él que el mundo estaba a punto de irse entero al carajo?
- Por su parte, la última mujer en morir será Jauza, una diseñadora de apps de 31 años proveniente de la ciudad de Ambon, en el archipiélago de las Molucas, Indonesia, y hasta hace poco en vuelo de su país a la India. El avión, desviado enormemente de su ruta por terroristas, explotó en el aire y ella, milagrosamente, no ha muerto por la descompresión ni por el frío y cae, aparentemente despacio, hacia el Océano Índico; haber estado desatada de su asiento, y por lo tanto no estar cayendo con él ahora sino sola, paracaidista sin paracaídas, le da la sensación engañosa de estar simplemente volando, reforzada por el hecho de que para ella, al otro lado del mundo, son las siete de la tarde y no las siete de la mañana. El miedo tarda varias décimas de segundo en manifestarse: las que Jauza tarda en ver el cataclismo de fuego que se abre paso a través del agua, llamas y vapor ardiente desde el fondo invisible del abismo.
¿Cómo va una a imaginar que el mundo termine a las siete de la tarde, mientras todo se dispone a descansar, mientras brilla el último sol sobre el agua y (pese a todo, todo lo demás) hay esperanza, pues las sobrecargos acababan de recibir permiso de llevar a los rehenes su merienda?
- Estos dos son realmente los últimos seres humanos. Las malas películas apocalípticas, de las que hubo muchas en los últimos tiempos de este mundo, solían omitir los cuerpos destrozados, la agonía, la sangre: todo lo que aún puede verse aquí y allá por todo el planeta y que no perdona a nadie. Ancianas con el vientre abierto en canal por un trozo de automóvil, bebés decapitados por fragmentos de vidrio volando a cientos de kilómetros por hora, etcétera. Debe decirse que el destino de todos –de los siete mil trescientos cuarenta y dos millones, novecientos ochenta y dos mil ciento dos habitantes del planeta– ha sido ya, en este instante, ahora, un horror semejante . . . , con sólo esas dos excepciones. Solamente Jauza y Rafael no han tenido aún su final espantoso y velocísimo, y aunque de hecho tampoco han visto en detalle el final de nadie, y de momento (ahora sí los dos, también Jauza) simplemente están aterrorizados más allá de toda razón y reflexión, tendrán más tiempo que nadie en la historia humana para aquilatar la proximidad de su propia extinción, así como la de todas las cosas, y por tanto terminarán sus vidas con ese sufrimiento adicional: sabrán perfectamente que va a sucederles lo que va a sucederles.
- La separación entre los dos últimos seres humanos puede verse como significativa.
- ¿Por qué puede verse como significativa la separación de Rafael y Jauza, anti-Adán y anti-Eva, encargados (en sentido figurado, claro) de cerrar la puerta y apagar la luz? Primero porque decir que el fin del mundo es a la siete de la mañana, como se dijo, o a las siete de la tarde, como se dijo después, es omitir que el mundo también se acaba, en otro huso horario, a las seis, o bien a las dieciocho. Y en otro, a las nueve, o bien a las veintiuna. Y en otro más a las tres o las quince, o a las once o las veintitrés, y así sucesivamente en virtud de la redondez de la tierra y su girar, sobre su propio eje, en lo profundo del espacio frío y hostil. El mundo, pues, se termina a todas horas.
- Y segundo: si bien el fin del mundo es en realidad a todas horas, sí tiene un eje, distinto del de la rotación de la Tierra; y este eje es la línea que se puede trazar de la mujer al hombre, de la habitante de Ambon la Hermosa al de Toluca la Bella, de México al Índico, de siete de la mañana a siete de la noche, de uno a otro, en fin, de esos puntos en el globo que de hecho son antípodas exactas. Si viviera alguien más (y si hubiera aún tierra firme ciudades infraestructura electricidad internet) lo podría comprobar en un mapa o en un sitio web de los que ofrecen herramientas para hallar, justamente, el antípoda de cualquier lugar en el globo.
Hay una línea invisible, un rayo de fuerza, una recta imaginaria, perfecta, que atraviesa la Tierra entera; uno de sus extremos toca a Jauza sobre el mar y el otro a Rafael sobre la tierra. Uno se eleva y la otra cae en la trayectoria que dibuja. Los dos morirán en ella.
- Y ellos mismos son antípodas (también se podría usar el término periecos), opuestos y complementarios en el espacio físico pero también en muchos otros: no sólo hombre y mujer sino practicantes de artes muy distintos, uno muy nuevo y otro muy antiguo; una en el hemisferio sur y otro en el norte.
Además, a Jauza le iba bien en su profesión mientras que Rafael trabajaba de mesero porque, al menos en su país y su tiempo, de la poesía realmente no se puede vivir.
Además, Jauza acababa de romper con Abdurrahman, su novio de un par de años, el hombre con el que más feliz había sido y con el que más había disfrutado la vida, sencillamente, en público y en privado. Rompió por una diferencia de opiniones religiosas: unas palabras duras, denigrantes, que ahora Jauza recuerda fugazmente y que jamás hubiera creído escuchar. Y Rafael, en cambio, acababa de conocer a Tatiana, atea convencida como él, y había tenido un serio altercado con ella en un bar, y los dos, borrachos, se habían dicho cosas terribles, y sin embargo después, en un momento de distracción o de cansancio, comenzaron a besarse. Y ahora –en este momento de la destrucción– Rafael piensa fugazmente en su cara, en el tacto de sus labios.
- (Además, no se debe olvidar que esta historia podría haber comenzado así:
Qué dolor que el planeta entero acabe violentamente justo a las siete de la tarde cuando todo el mundo empieza a pensar que saldrán con bien de ésta. Qué pena que las noticias de inquietud en el resto del mundo no lleguen a la cabina de pasajeros y que de llegar no hallarían a nadie que les hiciera caso ni que entendiera nada. Qué triste oír en cambio el crujir del fuselaje y luego sentir la primera agitación del aire y de los estallidos afuera y de pronto el gran estallido adentro. Qué doloroso caer hacia la muerte todos juntos y todos separados a la vez entre los trozos de fuselaje roto y alas inservibles y los pasajeros y la tripulación y los secuestradores y maletas y revistas y objetos diversos y motores aún en marcha. Qué terrible no ver siquiera la belleza (terrible) que se contempla desde lo alto porque ya se está muerto o porque se gira a gran velocidad y el pánico impide apreciar cómo el mar sobre el que brilla la luz del último sol no es un plano de apariencia perfecta sino una agitación y un rugir como nunca se han visto y aun a esta altura se le ve quebrarse en olas gigantescas y enfrentadas por corrientes que no deberían existir porque se mueven en todas direcciones a la vez y también desde abajo y con ellas salen a la superficie restos y rocas y criaturas sumergidas desde cardúmenes enteros de peces menores hasta ballenas y monstruos de lo más profundo y cualquier barco que pudiera estar en ese caos ya está hecho pedazos porque bajo ellos el fondo del mar se agita también como el aire y aunque no se vean ya deja escapar gases hirvientes y torrentes de lava. Y qué tragedia en fin que los dos que aún no mueren y esperan morir aquí y allá, sobre el mar que hierve y se parte en dos, en esos dos puntos opuestos que la destrucción no ha tocado todavía . . . )
- Además, los dos, Rafael y Jauza, se sienten en general frustrados con sus vidas. Aunque quién no. Hace pocos segundos, las personas verdaderamente prósperas y satisfechas del mundo tuvieron o un final velocísimo, fulminante, que las destruyó sin que se dieran cuenta, o bien tuvieron justo el tiempo suficiente antes de morir para darse cuenta de que toda su belleza, su salud, su poder y su dinero no valían realmente nada, como decían los europeos de la Edad Media en las épocas de peste para consolarse de vivir mísera y morir horriblemente.
(En el aire sobre el Índico cae una maleta en cuyo interior hay un ejemplar de un libro sobre la Danza Macabra francesa, aquella gran representante de su género: una reproducción de los frescos del siglo XV del cementerio de la Iglesia de los Santos Inocentes de París sobre la muerte que todo lo iguala, acompañada por los textos correspondientes a cada muerte, quién sabe si traducidos o no en este caso, pero exactamente igual –el ejemplar– al que en Toluca estaba leyendo una persona a la que Rafael no miró en realidad al pasar a su lado, hace minutos. Ahora, hecha pedazos la persona por las explosiones, el libro asciende solo, todavía intacto, tan inalcanzable y desconocido para Rafael como el suyo para Jauza.)
- Y podemos seguir.
Mamá dice ahora Rafael en voz alta –han pasado un segundo o dos desde los labios de Tatiana– en el mismo instante en que Jauza, al otro lado del mundo, dice: Papá, en su idioma, por supuesto, tras el último pensamiento que dedicará a las palabras de Abdurrahman.
Luego ella agrega en su caída, también en indonesio: Papá, hice todo lo que me pediste, mientras Rafael agrega, en su ascenso: Mamá, no hice nada de lo que querías . . .
- Y así sucesivamente: si nos quedamos observándolos todavía más tiempo, atentos a más detalles, veremos más reflejos involuntarios, imposibles de saber ni de acordar para ninguno de los dos. De hecho, si además de verlos ahora miráramos a su alrededor, encontraríamos más correspondencias entre sus entornos (no sólo los ejemplares de la Danza Macabra: la biografía de esas dos niñas, las balas en esas dos armas) y si miráramos no el presente sino el pasado, el tiempo vivido por los dos cada uno en su país y sus circunstancias, notaríamos que todos y cada uno de los hechos de sus vidas tienen también esa misma simetría o correspondencia. Cada alegría tiene su tristeza que se le opone, cada triunfo su fracaso, cada vigor su fatiga, cada noche su día.
- Pero hay que repetirlo: ninguno lo sabe.
- Y ahora, cuando ha pasado un poco más de tiempo, han sollozado del mismo modo veloz y sentido el mismo terror y entendido las mismas cosas; cuando ambos han llegado a convencerse de que están totalmente solos, de que no hay nada en su futuro salvo la última parte del horror, porque ahora los dos entrevén las convulsiones de la tierra misma bajo ellos con mayor claridad que nunca antes y comprenden que esto que pasa es realmente el fin de todo, en todas partes, el cataclismo del que creían saber todo por el cine y la televisión pero que ninguno de los dos creía realmente llegar a ver; ahora que las llamas desde la ciudad devastada ascienden para alcanzar y quemar y destruir del todo el cuerpo del hombre antes de que deje de subir; ahora que las aguas se han abierto de veras bajo Jauza, y es que una grieta en el fondo del mar se las está tragando, y al mismo tiempo otras grietas se abren y empiezan a dejar de escapar nubes y chorros de materia ardiente que también quemarán y destruirán del todo el cuerpo de la mujer que cae hacia ellos; ahora que tal vez ninguno de los dos consiga siquiera terminar lo que está diciendo ya para nadie, para él mismo o ella misma, para el escasísimo futuro y el pasado que se vuelve nada . . .
Ahora, en este momento, aquí, el planeta explota: una detonación más allá de todo estruendo, que convierte toda la materia de la Tierra en plasma ardiente y la expulsa hacia afuera y la dispersa por el espacio, sin que quede nada, sin que haya ninguna huella ni evidencia del mundo que estuvo antes aquí, todo perdido y todo borrado, limpiamente, para siempre.
- La tristeza de todo esto no es el fin en sí mismo sino la constatación de que ni Rafael, ni Jauza, ni ningún otro de los muertos, vieron al final estas simetrías.
Ni vieron tampoco cómo (de hecho) las historias de todos, no sólo las de los últimos dos, se correspondían y se entrecruzaban, se balanceaban en el presente y a medida que se internaban en el pasado, todas conspirando para llevar hasta los últimos momentos sus patrones y sus correspondencias.
No podrían haberlo visto porque para ello se hubiera requerido que tuvieran una visión sobrenatural, más allá de toda percepción humana del tiempo y del espacio, y además una capaz de percibir no sólo todo el espacio ni todo el tiempo sino también el tono, tristísimo, trágico, de cada instante y causa y efecto. Solamente el creador del mundo y sus iguales pueden percibir tales cosas; solamente ellos pueden apreciar el mérito de semejante orbe doloroso y amargo en tantas dimensiones, y solamente ellos, además, pueden apreciar cómo incluso la tristeza de no poder ver estos designios, de una especie y un mundo que murieron sin entender nada, es también parte de la obra y de su efecto preciso, deliberado, para el paladar de aquellas criaturas enormes que ahora se empiezan a alejar de la explosión final y a comentarla, exactamente del mismo modo en que se comentaban las películas cuando había gente, y cines, y aquélla iba a éstos.
Y ahora sí podemos terminar:
Qué tragedia (decíamos) que los dos que aún no mueren y esperan morir aquí y allá en esos dos puntos a los que no ha tocado la destrucción no vean nada de esto.
Qué tragedia en fin que los dos últimos en morir y los únicos que al menos empezaron a ver la explosión definitiva de todo no estaban hechos para entender que el mundo entero era una obra o mecanismo capaz de crear la belleza de su ignorancia y de su miedo y de su sinsentido que ahora se expanden y se enfrían convertidos en restos informes y sin huella de otro dolor que el dolor de ya no ser nada ni a las siete ni a las otras siete ni nunca.
—No le encontré el mensaje —se queja un espectador, en otro lugar.
—No me parece que diga nada relevante sobre la actualidad —agrega otro.
—Estas cosas son para que te diviertas y descanse la mente —dice un tercero, según él para defender la obra, que ninguno recordará mañana.
Publicado originalmente en Los Atacantes (colección), 2015.