Furioso, el mar brama desgarrando las velas del San Cristóbal. Reclama con rugidos de espuma, grita como una mujer parturienta, llora cual niño abandonado . . . Esas fueron las palabras que alcancé a reconocer entre los últimos balbuceos dementes de un mozuelo morisco quien, con los ojos desorbitados, se arrojó por la borda durante la tempestad que azotó la embarcación que me llevaba al encuentro con el cadáver de mi hermano.
A diferencia de los demás tripulantes del San Cristóbal, yo no me embarqué rumbo a Nueva España buscando fortuna, sino para enfrentarme cara a cara con la desventura y despedirme para siempre del último familiar que me quedaba. Mi hermano, Fernando Villaplana, zarpó el año 1511 de nuestro señor siendo apenas un adolescente. Tenía la idea de hacerse rico, ganar fama y poseer todo lo que la orfandad había privado para nosotros. Recuerdo haberle visto con los ojos encendidos y los rizos despeinados cuando me lo dijo antes de partir, como si el viento de levante ya comenzara a arrojarlo hacia esas tierras desconocidas llenas de maravillas y peligros como los que se cuentan en el Amadís. Supe por carta suya que había participado en la expedición a la isla de Cuba comandada por don Diego de Velázquez y que algunos años más tarde, junto a más de medio millar de hombres, se había unido a las huestes de Hernán Cortés para explorar otras tierras y reclamarlas a nombre de Su majestad. Luego de ello no volví a tener noticias de él hasta que, casi treinta años después de su partida, recibí carta de un tal fray Juan de los Ángeles.
Con letra hermosa y apretada, el fraile, me contó cómo habían encontrado el cuerpo de Fernando a orillas del lago de Texcoco: «su piel estaba húmeda y resbaladiza como la de un pez, pero ya no se retorcía buscando el consuelo del agua. Permanecía inmóvil, como dormido. No parecía tener ninguna magulladura o señal de violencia. Fue solo de cerca que nos dimos cuenta de que sus ojos, dientes y uñas habían desaparecido como arrancados con mucho esmero. “¡Ahuizotl, Ahuizotl!” gritó, mientras se persignaba, un indio que nos hacía compañía y, babeando como perro rabioso, se rehusó a ayudarnos a cargar al difunto».
Cuando hube terminado la lectura de la epístola que me aseguraba una sepultura en suelo sacro para mi hermano, no sabía si mi turbación se debía a la manera en que se me relataban las cosas o al hecho de haber vuelto a leer ese nombre en puño de un desconocido: Elena Villaplana. Letra por letra, la tinta marrón en el papel novohispano me regresó al momento en que Fernando, arrastrado por los vientos, me había dejado a las puertas de un monasterio para seguir un sueño allende el mar. Desde entonces fui Ágata de la Inmaculada Concepción. No obstante, con la devastadora noticia arrugándose entre mis manos y lágrimas en los ojos, la Elena dentro de mí gritó “¡Ahuizotl, Ahuizotl!” y me obligó a partir hacia las aguas turbias del nuevo mundo.
Los preparativos de mi partida ocurrieron en forma brumosa, como un sueño, como se ve bajo el agua. Recuerdo poco de lo que ocurrió antes de encontrarme hincada junto al mástil orando para encomendar nuestras almas a Dios en tan dura prueba. Fue entonces cuando el joven moro llegó corriendo, empapado; se veía negro y escurridizo, con los ojos ominosamente abiertos. Me hizo pensar en un grotesco pez. Gritaba palabras extrañas, tal vez en su lengua, solo pude distinguir algunas en castellano antes de que se arrojara por la borda para desaparecer entre la espuma.
Un par de semanas después llegamos al puerto de San Juan, al cual también llaman de Ulúa porque dicen que los naturales del islote donde se encuentra el puerto-fortaleza aullaban al mar “Chlúha, Chlúa”, sonido que para oídos castellanos se entendiera como el actual nombre del lugar. La tripulación estaba cansada y se acordó que pasaríamos la noche en un improvisado campamento en la playa para a primera hora del día siguiente partir hacia nuestro destino: la Villa de la Veracruz.
Fue un alivio descansar el cuerpo sobre arena firme y cálida, de modo que caí dormida casi de inmediato. Sin embargo, mi reposo fue intranquilo: soñé que una enorme figura oscura emergía del mar. En la costa, pequeños animalejos del tamaño de un perro lo recibían meneando sus largas colas que parecían terminar en algo similar a una mano. Las olas rompían con fuerza y traían entre sus aguas cuerpos humanos, algunos lucían como abominaciones entre hombre y pez o parecían haber sido volteados como un saco y tenían las entrañas de fuera. Las criaturas pequeñas devoraban con sumo cuidado los ojos, dientes y uñas de los cuerpos arrastrados por el mar ante la satisfacción de la figura monstruosa.
Desperté bañada en sudor y temblando incontrolablemente. Intenté encomendarme a San Miguel Arcángel, pero las abominables imágenes del sueño seguían presentándose en la impenetrable oscuridad de la noche sin luna. No sé cuánto tiempo fui presa de ese terror, pero aún con miedo noté de repente que, no muy lejos, había luces danzando entre los árboles de palma. Me acerqué pensando que se trataba de la tertulia de algunos marinos pues me haría bien sentarme frente a la fogata. Mas ningún tripulante se encontraba ahí sino un grupo de indios extrañamente vestidos que bailaban alrededor de un nido de palma dentro del cual había una figurilla de piedra no más grande que el puño de una mano. Cantaban en una extraña lengua, pero repetían constantemente “Chlúha, Chlúa, Dagoatl, Dagoatl” y aullaban como perros, cada vez más fuerte. Los marineros del San Cristóbal despertaron a causa de los aullidos y, enojados, ahuyentaron a los nativos por la fuerza. A poco amaneció y vi algo brillar entre la arena removida por la danza de los indios, se trataba de la figurilla de piedra. Parecía de un cristal negro y brillante como la piedra de obsidiana que usan en los reinos de Indias para hacer cuchillos. Representaba la silueta de un hombre con ojos enormes y pequeñas orejas puntiagudas, las manos, pegadas al cuerpo, asemejaban las de una rana, estaba rota en el lugar donde quizá habría tenido una cola. No pude evitar pensar en Fernando mientras miraba los ojos grandes y bien abiertos de la figurilla, de modo que la llevé conmigo.
El final del viaje fue corto y tranquilo. Llegamos a la Villa de la Veracruz a medio día así que decidí partir de inmediato rumbo a la ciudad de México-Tenochtitlán donde, gracias a una carta de recomendación de mi Madre superiora, me recibirían en el recién establecido convento de la Concepción en Nueva España. Los caminos eran tortuosos y la bruma impedía ver los montes que nos rodeaban. A veces se oían aullidos como los de los naturales del puerto de San Juan. El carretero nos decía que eran los coyotes de los montes y que no debíamos temer, no obstante yo sentía una gota de sudor frío recorriendo mi costado hasta llegar al bolsillo de mi hábito donde parecía incrementar el peso de la figurilla negra hasta hacerme encorvar el cuerpo.
Cuando por fin me acomodé en el convento y descansé del viaje fui a visitar a fray Juan de los Á . Era un hombre anciano y caminaba con dificultad. Aún así quiso llevarme hasta la tumba de mi hermano que estaba en el atrio de una pequeña capilla. Mientras caminábamos volvió a relatarme la historia del hallazgo del cuerpo no sin ahondar ampliamente en detalles sobre sus desaparecidos ojos, dientes y uñas. La mirada del fraile se perdía cada vez que repetía el aspecto de la piel de Fernando “húmeda y resbaladiza como la de un pez”. Yo trataba de hablarle de otra cosa, pero él parecía ensimismado, como si no se diera cuenta de mi presencia. Al poco rato llegamos al pequeño cementerio donde oré en silencio. No llevaba flores para colocar junto a la cruz de madera, así que saqué la figurilla para dejarla sobre la tierra como un regalo para mi hermano. Fray Juan de los Ángeles palideció al verla, hizo la señal de la cruz repetidas veces y prorrumpió en gritos.
—¡El Ahizotl! Ten respeto por los muertos y aleja de este lugar sagrado al demonio que asesinó a tu hermano. Tú, sierva del Satán acuático, no mereces portar un hábito con la figura de Nuestro Señor!
Sin saber qué hacer me alejé desconcertada corriendo entre las cruces.
De regreso en el convento caí víctima de temblores febriles que me tuvieron en cama por muchos días. Soñaba incansablemente con la titánica figura que emergía del mar y en la playa era recibida con alegría por los ahuizotes quienes, imitando los gritos de una mujer parturienta o el llanto de un infante, devoraban una y otra vez los ojos de mi hermano o confeccionaban horribles collares con sus dientes y uñas.
Una tarde en la que parecía haber bajado la fiebre, una muchacha morena de largos cabellos negros me llevó a caminar por la orilla de un riachuelo. El sol se ocultaba revelando el brillo intenso de algunas estrellas cuando la muchacha me pidió que esperara pues oía algo como el llanto de un bebé. No pude detenerla. Una mano oscura y escamosa salió de entre las aguas turbias y tiró de sus cabellos. Después todo se puso negro.
Días más tarde encontraron a la muchacha muerta. Una mocita me dijo que brillaba como un horrible pez en el mercado. Resolví entonces abandonar para siempre la Nueva España y con ella el cuerpo de mi hermano y los sueños aterradores.
Me embarqué en el puerto de la Veracruz un jueves al amanecer. Los primeros rayos del sol saludaron a los marinos con centenares de ranas y peces muertos sobre la arena. Mi barco ya se alejaba, pero alcanzamos a oír los gritos que venían de la costa. Una gota helada bajó por mi costado hasta el bolsillo del hábito donde sentí su peso doblarme la espalda. Tomé la figurilla entre mis manos y, aunque quise rezar, no pude articular palabra alguna.
Las olas crecen hasta parecer montañas en el océano que se torna oscuro como la piel del Ahuizotl. Apenas iluminada por la llama convulsa de la vela, la figurilla de obsidiana parece brillar por sí sola. Y lo siento venir, negro, enorme, revolviendo el océano con sus innumerables escamas, sus ojos eternamente abiertos. El olor a sal y sangre ya se esparce en el ambiente. Que Dios nos ayude.
Originalmente traducido al inglés y publicado en Historical Lovecraft, editado por Silvia Moreno-García.